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La Escuela Ha Muerto: La Deconstrucción de la Escuela, lo Escolar, lo Escolarizado y el Aprendizaje

En búsqueda de una Teoría Unificadora de la Educación


Oscar Iván O’Farrill Cobo Universidad Iberoamericana / FLACSO Argentina – Universidad Autónoma de Madrid Fundador de The Future Academy | Director de Ecosistema Consciencia Ciudad de México, México 📧 oofarrillc@gmail.com | 🌐 oscar@ecosistemaconsciencia.com , www.ecosistemaconsciencia.com +525547133277





Resumen


Este artículo desarrolla una reflexión teórica, crítica y transdisciplinaria sobre la crisis estructural de la escuela moderna. Partiendo de la metáfora “la escuela ha muerto”, se propone una deconstrucción de los conceptos de escuela, lo escolar, lo escolarizado y el aprendizaje, examinando sus fundamentos epistémicos, sus funciones disciplinarias y su papel en la configuración de la subjetividad contemporánea. A través del diálogo transdisciplinario entre la pedagogía crítica, la psicología cognitiva, la filosofía política y la teoría de sistemas complejos, se argumenta la necesidad de construir una Teoría Unificadora de la Educación que recupere el sentido ético, afectivo y comunitario del aprendizaje. El texto se estructura en ocho bloques temáticos, donde se abordan dimensiones clave como la biopolítica educativa, la mutación subjetiva en la era digital, la emocionalidad como fundamento del desarrollo cognitivo, y la necesidad de una pedagogía centrada en el cuidado y la dignidad humana. Lejos de una propuesta reformista o tecnocrática, este ensayo apuesta por una transformación profunda del modelo educativo como práctica social, ética y liberadora.


📄 Abstract

This article develops a theoretical, critical, and transdisciplinary reflection on the structural crisis of the modern school. Based on the metaphor “the school is dead,” it proposes a deconstruction of the concepts of school, schooling, and learning, examining their epistemic foundations, disciplinary functions, and their role in shaping contemporary subjectivity. Through a transdisciplinary dialogue between critical pedagogy, cognitive psychology, political philosophy, and complex systems theory, the article argues for the urgent need to build a Unified Theory of Education that restores the ethical, affective, and communal meaning of learning. The text is organized into eight thematic blocks, addressing key dimensions such as educational biopolitics, subjective mutation in the digital era, emotionality as the basis for cognitive development, and the need for a pedagogy centered on care and human dignity. Far from reformist or technocratic approaches, this essay advocates for a profound transformation of the educational model as a social, ethical, and emancipatory practice.


Palabras clave / Keywords

Español: Educación crítica; subjetividad; pedagogía del cuidado; biopolítica; teoría educativa; aprendizaje afectivo; escuela y sociedad. English: Critical education; subjectivity; care pedagogy; biopolitics; educational theory; affective learning; school and society.



Bloque I


El ocaso de la Escuela: metáfora, estructura y deconstrucción de un dispositivo


Este artículo se inaugura con una pregunta radical: ¿y si la escuela, tal como la conocemos, ha muerto? Esta formulación no debe leerse como provocación vacía ni como afirmación nihilista, sino como una invitación a pensar críticamente los fundamentos históricos, filosóficos y epistemológicos de la institución escolar. La muerte, en este contexto, es una metáfora genealógica: habla de un colapso estructural silencioso, de la disolución de un modelo que se reproduce mecánicamente, aun cuando su eficacia vital ha desaparecido.


El punto de partida es la célebre parábola de Nietzsche en La Gaya Ciencia:


“¿No habéis oído hablar de ese loco que encendió un farol en pleno día y corrió al mercado gritando sin cesar: “¡Busco a Dios!, ¡Busco a Dios!”. Como precisamente estaban allí reunidos muchos que no creían en dios, sus gritos provocaron enormes risotadas. ¿Es que se te ha perdido?, decía uno. ¿Se ha perdido como un niño pequeño, decía otro. ¿O se ha escondido? ¿Tiene miedo de nosotros? ¿Se habrá embarcado? ¿Habrá emigrado? - así gritaban y reían alborozadamente. El loco saltó en medio de ellos y los traspasó con su mirada. “¿Que a dónde se ha ido Dios? - exclamó-, os lo voy a decir. Lo hemos matado: ¡vosotros y yo! Todos somos su asesino. Pero ¿cómo hemos podido hacerlo? ¿Cómo hemos podido bebernos el mar? ¿Quién nos prestó la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hicimos cuando desencadenamos la tierra de su sol? ¿Hacia dónde caminará ahora? ¿Hacia dónde iremos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿No nos caemos continuamente? ¿Hacia delante, hacia atrás, hacia los lados, hacia todas partes? ¿Acaso hay todavía un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita? ¿No nos roza el soplo del espacio vacío? ¿No hace más frío? ¿No viene de continuo la noche y cada vez más noche? ¿No tenemos que encender faroles a mediodía? ¿No oímos todavía el ruido de los sepultureros que entierran a Dios? ¿No nos llega todavía ningún olor de la putrefacción divina? ¡También los dioses se pudren!” (Fragmento de Nietzsche, F, “El loco” Gaya Ciencia, 1882)


Así como Nietzsche anunció la “muerte de Dios” para denunciar la caída del fundamento absoluto de sentido en la modernidad, este ensayo postula la “muerte de la escuela” como el derrumbe simbólico de una institución que alguna vez prometió emancipación, pero hoy opera bajo lógicas de reproducción, domesticación y vigilancia.

Desde la filosofía deconstruccionista, Jacques Derrida (1989) afirmaba que “todo sistema de significación que se presenta como natural esconde una violencia fundacional que debe ser desarticulada” (p. 21). En esta clave, la escuela moderna —surgida en la intersección de los aparatos eclesiásticos, militares, industriales y coloniales— debe ser interrogada no por sus fines declarados, sino por sus efectos reales: exclusión, estandarización, silenciamiento de lo diverso.


Edgar Morin (1999) denuncia que la escuela tradicional ha sido incapaz de formar en la comprensión de la complejidad humana, proponiendo que “una educación que no prepare para afrontar la incertidumbre y la ambigüedad de la vida es una educación ciega” (p. 28). Por su parte, Ken Robinson (2010) sostiene que “nuestros sistemas educativos fueron diseñados para una época industrial y están organizados como líneas de ensamblaje” (p. 45), ignorando las demandas del siglo XXI: creatividad, pensamiento divergente, colaboración y alfabetización emocional.


Este desfase entre forma institucional y subjetividad emergente ha sido ampliamente problematizado también por Byung-Chul Han (2018), quien advierte que “la pedagogía del rendimiento ha sustituido a la educación como cuidado del alma; el sujeto se autoexplota en nombre de la libertad” (p. 41). En este contexto, la escuela se transforma en una tecnología biopolítica que fabrica sujetos ajustados a los imperativos neoliberales de productividad y autooptimización.


No se trata aquí de destruir la escuela, sino de reconocer el colapso de un paradigma. Tal como lo señaló Slavoj Žižek (2012): “A veces, lo más radical no es imaginar un mundo sin escuela, sino imaginar una escuela que no reproduzca el mundo tal como es” (p. 89). En otras palabras, no se trata de abandonar la educación, sino de repensarla desde sus márgenes, desde sus olvidos, desde la vida que no cabe en el aula normada.


No es la escuela la que muere, sino el sistema de relaciones que la sostuvo; y su resurrección dependerá del tipo de humanidad que estemos dispuestos a reconstruir. En esta afirmación se condensa el espíritu de este trabajo: deconstruir no para destruir, sino para liberar otras posibilidades de existencia educativa.


Bloque II


Lenguaje, percepción y subjetividad: la arquitectura simbólica del

aprendizaje


Si aceptamos la premisa de que todo ser viviente —individuo, organización, cultura o sociedad— depende intrínsecamente de las condiciones que lo rodean, entonces reconoceremos que toda experiencia de aprendizaje está mediada por el lenguaje. No existe percepción neutra, ni cognición libre de marcos simbólicos. Lo que somos ha sido nombrado, significado, interiorizado. Como afirma Bruner (1996), “el hombre no puede sino ver el mundo a través de los modos de representación que su cultura le ofrece” (p. 21).


Desde esta mirada, el lenguaje no es solo una herramienta de comunicación, sino la estructura misma del pensamiento. Nuestra posibilidad de representar el mundo se sustenta en convenciones compartidas, en signos, metáforas, narrativas, códigos. Por eso, como afirma Lacan (1956–1957), “el inconsciente está estructurado como un lenguaje”, y el sujeto se constituye al entrar en esa red de significación que antecede al yo.


La escuela, entonces, lejos de ser un contenedor de contenidos, debería concebirse como un espacio de traducción simbólica, un taller de realidades compartidas. Tal como advierte Baquero (2002), “el aula no es un espacio de reproducción lineal de saberes, sino un escenario de construcción cultural de la subjetividad” (p. 64). Aprender no es asimilar pasivamente, sino crear vínculos de sentido entre lo vivido, lo dicho y lo pensado.


El proceso perceptual también está implicado en esta arquitectura. La neurociencia ha mostrado que los estímulos sensoriales no son procesados como información en bruto, sino como configuraciones cargadas de historia y emoción. Damasio (1994) sostiene que “el cerebro no es una máquina lógica que trabaja desde premisas racionales, sino un sistema donde la emoción es clave para la razón” (p. 136). La memoria, entonces, se convierte en la urdimbre donde se entrelazan percepción, afecto y experiencia.

En esta línea, Baddeley (2012) describe la memoria de trabajo como un sistema articulado que “permite mantener activa la información relevante para las tareas en curso, y manipularla en función de los objetivos” (p. 1). Este sistema, compuesto por un bucle fonológico, una agenda visoespacial y un buffer episódico, interactúa con el entorno simbólico y emocional del sujeto.


Desde una mirada crítica, Freire (1970) recuerda que “enseñar no es transferir conocimiento, sino crear las posibilidades para su producción o construcción” (p. 52). La subjetividad, en este marco, no es una interferencia en el aprendizaje, sino su condición misma. Es el lente a través del cual percibimos, organizamos y recordamos.

Cada experiencia sensorial, cada palabra, cada gesto que atraviesa al sujeto se decodifica, se resignifica, se transforma en memoria emocional y cognitiva.


Así, la escuela debería asumir su rol como espacio de construcción simbólica de realidades intersubjetivas. Como dice Bruner (1996): “la educación debe ofrecer modos culturalmente organizados de interpretación de la experiencia” (p. 37). No basta con enseñar qué es una silla o una ecuación: es necesario enseñar cómo estar en el mundo, cómo habitarlo con dignidad, con otros, con sentido.


Se propone comprender el aprendizaje como un acto profundamente simbólico, emocional y subjetivo. No se trata de acumular datos, sino de elaborar realidades internas, de organizar el mundo que nos rodea a través del lenguaje y la percepción. Porque aprender es, esencialmente, poetizar la experiencia humana.


Bloque III


Subjetividad y otredad: la escuela como espacio de co-construcción intersubjetiva


Aprender no es una operación meramente cognitiva: es una experiencia ontológica. El sujeto que aprende no es una entidad aislada, sino un ser-en-relación, cuyas formas de percibir, nombrar y habitar el mundo se configuran en el espejo del otro. La escuela, en este sentido, no es solo un lugar de enseñanza: es una arquitectura de la subjetividad, un espacio simbólico donde los vínculos, las palabras y los gestos dejan huella.


Barbara Rogoff (1993) nos recuerda que “el desarrollo no ocurre en un vacío individual, sino a través de la participación guiada en actividades culturales con otros más experimentados” (p. 12). Aprender, por tanto, implica siempre un proceso de intersubjetividad: un diálogo de significados, una danza entre quien enseña y quien construye sentido desde su historia, su cuerpo y su contexto.


Esta dimensión relacional del aprendizaje ha sido recuperada por Ricardo Baquero (2002), quien subraya que “la enseñanza no consiste en transmitir saberes cerrados, sino en abrir espacios de apropiación simbólica situada” (p. 62). Cada aula, cada interacción educativa, constituye un territorio emocional y cultural donde se negocia no solo el conocimiento, sino también la identidad.


Como advierte Sugata Mitra (2016) desde una perspectiva disruptiva: “los niños pueden aprender por sí mismos, si se les deja explorar juntos, con preguntas reales y con libertad” (p. 230). Sus experimentos con entornos de aprendizaje autoorganizados (SOLE) han demostrado que el aprendizaje se produce como una emergencia colectiva, un fenómeno que surge espontáneamente cuando las condiciones relacionales y tecnológicas lo permiten. La educación no requiere control absoluto, sino confianza radical en la inteligencia distribuida.


Ahora bien, la construcción de la subjetividad ocurre también en el cuerpo. Merleau-Ponty (1945) decía que “no tenemos un cuerpo: somos cuerpo” (p. 95). Y en la escuela, ese cuerpo siente, se reprime, se castiga o se expresa. El aula puede ser un lugar de domesticación sensorial o de liberación expresiva, dependiendo de las prácticas simbólicas que ahí se ejercen.


Desde la filosofía hermenéutica, Paul Ricoeur (1990) planteaba que “la identidad del yo se construye narrativamente: somos los relatos que nos contamos a nosotros mismos con la mediación de otros” (p. 147). Y si esto es así, entonces la escuela debería propiciar relatos colectivos de sentido, espacios donde cada estudiante pueda reescribirse, resignificarse, reinventarse.


No obstante, muchas estructuras escolares tienden a neutralizar esta potencia subjetiva. Como señala Ken Robinson (2010), “nuestro sistema educativo ha sido diseñado para una era industrial, y su lógica aún responde al control, la estandarización y la obediencia” (p. 49). En este sistema, lo singular es sospechoso, lo diverso es marginado, y lo creativo es sancionado.


En contraste, Paulo Freire (1970) propuso una pedagogía del diálogo, donde “nadie educa a nadie, y nadie se educa solo: los hombres se educan entre sí mediatizados por el mundo” (p. 58). Esta visión inaugura una ética de la co-construcción: el sujeto no es moldeado, sino convocado; no se le adapta al sistema, se le escucha para transformar el sistema junto con él.


“El ser se configura en el entre, en el tránsito invisible de las miradas, en el tejido sutil de las subjetividades que se rozan, se sienten, se narran y se acompañan.”  Oscar O’Farrill (2025). En esta pedagogía del vínculo, reside el poder más profundo de la escuela: el de acompañar la construcción colectiva de quienes estamos por llegar a ser.


Bloque IV


Educación y mutación antropotécnica: subjetividad, control y biopolítica en la era del algoritmo


La escuela ha sido históricamente un dispositivo de subjetivación: un espacio donde se fabrican identidades, se modelan cuerpos, se regulan emociones. En su núcleo, ha operado como una tecnología social de domesticación del deseo. Pero en el presente hiperconectado, la escuela se encuentra en un punto de fractura: sus antiguos mecanismos de control chocan con un nuevo régimen de poder algorítmico que desborda la pedagogía disciplinaria para volverse gobierno del alma.

Slavoj Žižek (2012) lo advirtió con crudeza: “el verdadero peligro no es la opresión directa, sino la forma en que el poder se vuelve invisible, internalizado, deseado” (p. 109). Ya no se trata solo de vigilar o castigar, como mostraba Foucault, sino de seducir, de optimizar, de generar sujetos que se autoexploten en nombre de la libertad. La subjetividad contemporánea ya no está atada por grilletes físicos, sino por la compulsión a funcionar, a rendir, a actualizarse constantemente.


La escuela, en este panorama, deviene un territorio de tensiones. Por un lado, sigue anclada en lógicas disciplinarias decimonónicas —horarios rígidos, exámenes estandarizados, jerarquías verticales—; por otro, intenta adaptarse a una realidad gobernada por el tiempo real, la inmediatez digital y la lógica del mercado. Erik Sadin (2018) describe esta mutación como el paso de la pedagogía humanista al algoritmo educativo: “el saber ya no circula entre sujetos, sino que se externaliza, se monetiza, se cuantifica, se automatiza” (p. 76).


El problema no es la tecnología per se, sino la lógica con la que ha sido instrumentalizada. En su crítica a la hipermodernidad, Miguel Benasayag (2015) sostiene que “el sujeto no puede reducirse a una función de procesamiento de datos” (p. 89). La educación, en su sentido más profundo, es una experiencia ética y afectiva, no un cálculo de rendimiento. Pero hoy, muchas reformas escolares —bajo la bandera de la innovación— reducen la complejidad del ser a indicadores, rankings y dashboards.


Mientras tanto, el sujeto niño, el sujeto adolescente, se vuelve una interfaz más. Byung-Chul Han (2012) lo diagnostica con precisión: “el sujeto de rendimiento se explota a sí mismo hasta el agotamiento, en nombre de una libertad vacía” (p. 24). El aula se transforma así en el último bastión de resistencia simbólica, o en una trinchera obsoleta que ya no alcanza a proteger del exceso de estímulo, de exposición, de ansiedad.


¿Dónde queda entonces la subjetividad? ¿Dónde el cuidado, la pausa, el silencio? ¿Qué lugar tiene el error, la fragilidad, el deseo? La escuela que no contemple estas preguntas no forma humanos, sino funciones, replicantes ansiosos por cumplir con la cuota de productividad emocional, académica y laboral.


Como sugiere Ken Robinson (2010): “los sistemas educativos deben evolucionar de modelos mecánicos a modelos orgánicos; debemos dejar de fabricar estudiantes y empezar a cultivar personas” (p. 67). Es decir, pasar de un paradigma de control a uno de confianza; de la evaluación punitiva al acompañamiento creativo.


Oscar O’Farrill (2025) lo sintetiza así: “vivimos en una era donde la subjetividad es el último territorio de disputa, y la escuela, aún con sus ruinas, puede ser el lugar donde decidamos cuidar lo humano antes de que sea reemplazado por lo programado”. Una afirmación que no busca nostalgia, sino una llamada urgente a repensar la educación como práctica radical de lo posible.


Bloque V


Neurocognición, memoria y funciones ejecutivas: mapas mentales para una pedagogía de lo complejo


En el contexto de la aceleración tecnológica y la mutación antropológica, pensar la educación desde la psicología cognitiva se vuelve no solo pertinente, sino urgente. Las investigaciones contemporáneas en neurociencia, memoria y funciones ejecutivas no solo develan los mecanismos de la mente humana, sino que abren nuevas posibilidades para imaginar entornos educativos centrados en el desarrollo integral del sujeto.


Desde esta perspectiva, aprender es una actividad compleja, multisistémica, que implica la integración simultánea de percepción, codificación, emoción, memoria y regulación ejecutiva. Como afirma Alan Baddeley (2012), “la memoria de trabajo es el sistema que permite mantener activa la información necesaria para tareas cognitivas complejas, como el aprendizaje, la comprensión y el razonamiento” (p. 3). Su modelo multicomponente —que incluye el bucle fonológico, la agenda visoespacial y el buffer episódico— constituye una arquitectura funcional de la cognición contemporánea.

Este modelo se articula con aportes de la neuropsicología clínica, que ha enfatizado el papel de las funciones ejecutivas (FE) como capacidades centrales para la adaptación flexible al entorno. Según Lezak (1995), estas funciones incluyen “la planificación, la toma de decisiones, el control inhibitorio, la autorregulación emocional y el uso eficaz del feedback” (p. 42). En contextos escolares, esto implica que el desarrollo de la autonomía, la creatividad y la metacognición no puede escindirse del entrenamiento de estas funciones cerebrales superiores.


A nivel teórico, la Teoría Computacional de la Mente, formulada por Hilary Putnam (1961) y desarrollada por Jerry Fodor (1983), propone que la mente humana opera como un sistema simbólico que procesa información a través de estructuras modulares. Fodor sugiere que “la cognición humana puede dividirse en módulos funcionales especializados para procesar distintos tipos de información” (p. 56), idea que ha influido decisivamente en el desarrollo de modelos pedagógicos diferenciados.

Sin embargo, como advierte el propio Fodor años después, esta modularidad tiene límites: “la cognición es parcialmente modular, y quizás los procesos globales —como el pensamiento creativo o la integración afectiva— escapan a esa lógica” (García, 2003, p. 509). En ese espacio no modular, donde el cálculo cede ante la intuición y el algoritmo ante el deseo, se juega también la potencia educativa.


Estos aportes invitan a pensar una pedagogía de la complejidad cognitiva, capaz de reconocer que cada alumno es un sistema dinámico, emocionalmente atravesado y simbólicamente organizado. Como señala Antonio Damasio (1994): “la emoción es una forma de pensamiento; el cuerpo es parte del proceso de razonar” (p. 200). Aprender, por tanto, es actuar con y desde la corporeidad emocional.


La educación del futuro no puede prescindir de estos hallazgos. Como afirma Oscar O’Farrill (2025): “una pedagogía que desconozca las estructuras mentales del sujeto, es como un mapa sin geografía: un dibujo sin territorio, una dirección sin sentido”. Incorporar los modelos neurocognitivos al campo educativo no significa reducir al sujeto a circuitos, sino expandir el horizonte de su potencial creativo.


Bloque VI


Sistemas vivos, autoorganización y el aprendizaje como emergencia en la frontera del caos


El aprendizaje no ocurre en un vacío, ni en condiciones de linealidad. Se despliega como un fenómeno vivo, impredecible, situado en la frontera entre el orden y el desorden. En este sentido, las nuevas ciencias de la complejidad han proporcionado a la educación una de las metáforas más fértiles del siglo XXI: la de los sistemas dinámicos autoorganizados.


Lejos de ser una máquina, el proceso educativo se asemeja más a un ecosistema. Como señalan Richardson y Marsh (2014), “los sistemas sociales deben entenderse como estructuras dinámicas no lineales, en las que pequeños cambios pueden producir efectos desproporcionados” (p. 254). Esta sensibilidad a las condiciones iniciales, conocida como “efecto mariposa”, nos recuerda que cada gesto pedagógico puede tener consecuencias incalculables en el tiempo subjetivo del alumno.


Desde esta perspectiva, la escuela no es una estructura rígida, sino un campo de energía relacional en constante movimiento, donde las interacciones, tensiones y resonancias producen reorganizaciones simbólicas profundas. El aprendizaje, en este marco, no se enseña: emerge.


Sugata Mitra (2016) demostró en sus investigaciones que “el aprendizaje ocurre de manera espontánea en entornos donde se favorece la autonomía, la curiosidad y la colaboración” (p. 229). Sus experiencias con los Self-Organised Learning Environments (SOLE) prueban que cuando se confía en los sujetos, cuando se les otorga espacio, pregunta y comunidad, la inteligencia colectiva florece sin necesidad de control vertical.


Estos enfoques encuentran resonancia con la teoría ecológica del desarrollo humano de Bronfenbrenner y Ceci (1994), quienes proponen una visión sistémica del aprendizaje: “el desarrollo resulta de la interacción entre procesos, personas, contextos y el tiempo” (p. 572). Esta visión bioecológica implica que educar no es intervenir sobre un sujeto aislado, sino diseñar entornos de relaciones significativas que catalicen su evolución.


En ese sentido, la educación debiera abandonar la lógica de la predicción y el control, y adoptar una epistemología de la complejidad, de la indeterminación fértil. Como afirman Mitra, Kulkarni y Stanfield (2016), “el caos no es un problema a resolver, sino una condición para que emerja el aprendizaje profundo” (p. 237). Aprender es, entonces, un acto de navegación: entre lo incierto, lo afectivo y lo posible.


“La escuela debería dejar de formar engranajes para el sistema y empezar a diseñar jardines para la mente, donde cada alumno crezca con la forma singular que su alma le dicte”. Una escuela que confíe en la autoorganización del deseo, en la plasticidad del vínculo, en el ritmo propio del florecimiento.

El aprendizaje, en este paradigma, no se impone ni se programa: se acompaña, como quien riega una semilla sin saber en qué dirección brotará. Y es ahí, en ese acto de fe laico y radical, donde la educación recupera su potencia ancestral: la de ser un ritual de iniciación hacia la humanidad compartida. Oscar O’Farrill (2025)


Bloque VII


Política, afecto y educación: entre el derecho a ser y la urgencia de reinventar lo público


En un mundo marcado por la desigualdad, la exclusión estructural y la desafección colectiva, la educación se convierte en un campo de disputa ética y política. No se trata solamente de diseñar mejores planes de estudio, sino de reconstruir las condiciones para el cuidado mutuo, la libertad de pensamiento y el derecho a ser uno mismo sin miedo. Es en este cruce entre subjetividad, afecto y política donde se juega hoy el sentido profundo de la escuela.


Martha Nussbaum (2010) sostiene que “las políticas educativas no deben centrarse solo en el crecimiento económico, sino en la formación de ciudadanos capaces de imaginar la vida del otro” (p. 20). Esto implica repensar la escuela como un espacio afectivo, donde el conocimiento no se impone como doctrina, sino que se construye desde la escucha, la empatía y el reconocimiento recíproco.


Sin embargo, las políticas públicas contemporáneas suelen reducir la educación a una variable económica: estándares, indicadores, productividad, eficiencia. Se olvida que la función originaria de la educación no es formar mano de obra, sino formar humanidad. Como advierte Miguel Benasayag (2015), “educar es acompañar la singularidad de un proceso de devenir, no programar conductas desde un algoritmo” (p. 91).


La paradoja es brutal: se exige a la escuela que prepare para un mundo incierto, pero se la regula con esquemas caducos. Se espera que forme ciudadanos críticos, pero se la evalúa con rúbricas técnicas. Se le atribuye la tarea de transmitir valores, mientras las familias, los medios y el Estado renuncian a su corresponsabilidad afectiva y ética.

Como señala Zygmunt Bauman (2003), “en la modernidad líquida, las instituciones ya no ofrecen certezas; solo administran riesgos” (p. 16). La escuela, entonces, ha quedado sola, sometida a una presión simbólica insostenible: contener la violencia social, suplir las carencias familiares, construir ciudadanía, prevenir el colapso emocional. Y todo ello, con recursos mínimos y lógicas que la fragmentan desde dentro.


Boaventura de Sousa Santos (2010) ha propuesto una pedagogía posabismal que “rompa con la monocultura del saber eurocéntrico y reconozca la diversidad epistémica del mundo” (p. 27). Una escuela verdaderamente democrática no solo debe enseñar ciencia, sino también justicia; no solo formar para el mercado, sino para la vida sensible, ética y relacional.


“la educación es un derecho humano no solo porque garantiza acceso a la información, sino porque permite a cada ser construir su voz, su cuerpo, su historia, sin ser negado por el sistema que lo nombra”. Esta afirmación abre un campo de responsabilidad institucional que trasciende la técnica pedagógica: nos recuerda que educar es un acto político, pero también poético, vincular y existencial. Oscar O’Farrill (2025)


En este bloque se reconoce que no puede haber transformación educativa sin transformación estructural. El Estado, la familia, las comunidades y las políticas públicas deben recuperar su función fundacional: garantizar condiciones de posibilidad para que cada sujeto florezca, más allá de su utilidad económica. Solo así podrá resurgir una escuela viva, empática, digna. Una escuela que no mida cuerpos, sino que acompañe vidas.



Bloque VIII


La muerte de la escuela y el renacimiento del aprendizaje: poética para una educación posible


¿Qué pasaría si le quitamos el valor a las notas que estigmatizan y reproducen el panóptico escolar? ¿Si desarmamos un currículo que determina qué aprender, cuándo y cómo, sin dejar espacio para la pregunta, el deseo, la diferencia? ¿Qué pasaría si renunciamos a la compulsión de memorizar, de callar, de saludar a la bandera, de obedecer sin sentido? ¿Qué pasaría si los padres dejaran de delegar el alma de sus hijos a la escuela como si fuera una guardería ideológica? ¿Y si el Estado se asumiera realmente responsable de la libertad, la salud mental y la creatividad de sus infancias?


La escuela como la conocemos ha muerto. No de un golpe, sino de desgaste. Se ha desmoronado bajo el peso de sus propias contradicciones: promete emancipación, pero reproduce obediencia; habla de diversidad, pero estandariza cuerpos; invoca la innovación, pero teme al caos creador. Y aun así, en su ruina, emerge una posibilidad insólita: la de reimaginarla desde sus cenizas.


Boaventura de Sousa Santos (2009) afirmó que “necesitamos una sociología de las ausencias, capaz de identificar las potencialidades no realizadas por el orden dominante” (p. 22). La muerte de la escuela industrial no es una tragedia si nos permite imaginar otra escuela posible, una que no se construya sobre el miedo, el castigo ni la eficiencia, sino sobre la comunidad, el cuidado y la imaginación política.


¿Qué pasaría si pensáramos la educación como prevención social, como estrategia de sanación colectiva, como acto radical de confianza en la potencia del otro? ¿Si las políticas públicas invirtieran no solo en infraestructura, sino en vínculos, en narrativas, en ecologías del aprendizaje sensibles y colaborativas? ¿Si los docentes dejaran de ser burócratas del contenido y volvieran a ser poetas del vínculo, sembradores de asombro?


Como advierte Martha Nussbaum (2010), “sin una educación que cultive la compasión y el pensamiento crítico, las democracias degeneran en nacionalismos y mercados ciegos” (p. 42). Por eso, el porvenir de la humanidad depende de lo que hagamos hoy con nuestras escuelas: de si nos atrevemos a deconstruirlas, a co-construirlas, a reencantarlas.


Oscar O’Farrill (2025) sintetiza este horizonte con una voz urgente y serena: “no se trata de salvar la escuela, sino de permitir que muera con dignidad para que el aprendizaje nazca libre, con alma, con raíz y con cielo”. Esta no es una metáfora retórica, es una convocatoria ética. Porque una escuela que no produce humanidad, produce ausencia; y una pedagogía que no abriga subjetividades, fabrica soledad.


Ha llegado el tiempo de dejar de pelear por ídolos vacíos, por símbolos muertos, por dogmas que ya no nos contienen. Ha llegado el tiempo de desobedecer con ternura, de enseñar con silencio, de escuchar con el cuerpo. De rehacer la escuela como espacio vital, donde el ser pueda florecer sin ser medido, sin ser moldeado, sin ser vencido.


Porque el verdadero acto revolucionario no es derribar un sistema: es crear uno que nos permita, por fin, habitar nuestra condición humana con alegría, con memoria y con futuro.


Conclusiones Finales


Educar en el límite: entre la muerte simbólica de la escuela y el renacimiento de lo humano


Este ensayo ha explorado, desde una mirada crítica, filosófica y psicopedagógica, las múltiples dimensiones que atraviesan el fenómeno escolar contemporáneo. En un contexto de crisis civilizatoria, de mutación cultural, tecnológica y subjetiva, se vuelve imprescindible reconocer que la escuela, tal como fue concebida en la modernidad industrial, ha llegado a sus límites estructurales, epistemológicos y éticos.

Lejos de asumir esta muerte como un colapso, la lectura propuesta aquí invita a transitarla como una transformación necesaria: la posibilidad de dejar morir aquello que oprime, estigmatiza y uniformiza, para dar lugar al nacimiento de nuevas pedagogías centradas en la dignidad, la subjetividad, el deseo, la cooperación y la pluralidad epistémica.


Las preguntas planteadas en este cierre no son meras provocaciones retóricas; son invitaciones radicales a repensarlo todo: la evaluación, el currículo, la relación con la autoridad, la corresponsabilidad entre escuela y familia, el lugar del afecto y la creatividad en el aula, la responsabilidad política de los Estados, y la configuración ética de nuestras prácticas educativas. En ellas subyace la premisa de que otra educación no solo es posible, sino urgente.


Reconstruir la escuela exige deconstruir el sistema que la asfixia: el sistema que mide para excluir, que ordena para vigilar, que normaliza para dominar. Y a su vez, exige construir desde abajo una pedagogía del cuidado, de la escucha, del reconocimiento mutuo, en la que el aprendizaje sea experiencia de vida, y no solo acumulación de información.


Esta transformación requiere una alianza profunda entre educadores, familias, instituciones y políticas públicas. Como se ha señalado a lo largo del texto, la educación no puede seguir siendo tratada como una herramienta funcional para el mercado, sino como un acto ético y político de construcción de humanidad compartida.

Es momento, entonces, de dejar de maquillar las estructuras caducas y atreverse a imaginar una escuela que abrace la complejidad, que acoja la diferencia, que legitime el error, que honre la curiosidad y la fragilidad. Una escuela que no imponga, sino que propicie; que no domestique, sino que acompañe; que no tematice el futuro como amenaza, sino como posibilidad.


Porque, como ha quedado claro en estas páginas, el déficit no es educativo, sino profundamente político, social y subjetivo. Y por tanto, la revolución educativa no se juega únicamente en las aulas, sino en el modo en que nos atrevamos a repensar el sentido mismo de lo humano.


Educar, hoy más que nunca, es un acto de resistencia amorosa frente a la deshumanización.


Y quizás, ahí donde muere la escuela como institución obsoleta, nace la posibilidad de una nueva forma de aprender, de convivir y de ser.


Referencias Bibliográficas (formato APA 7)

  • Ausubel, D. P. (2002). Adquisición y retención del conocimiento: Una perspectiva cognitiva. Barcelona: Paidós.

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